En cuarentena se pierden las coordenadas

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Por JOHN SALDARRIAGA

saldaletra@gmail.com

En cuarentena, no piso la geografía. Ni la de Envigado ni la de El Poblado. Ni he vuelto al Centro que me atrae como el imán a la limalla. Y este rincón del mundo donde me hallo, si bien tiene unas coordenadas precisas que se sitúan en el mapa, parece una burbuja ubicada en el no-tiempo y el no-espacio. Por momentos parece que fuera lo mismo que estuviera en Sierra Leona, eso sí, sin comerciantes de diamantes en sus callejones sórdidos; en Atenas, sin un ágora agitada; en el Yucón, con menos buscadores de oro que de costumbre, o en el Alto de las Campanas, el de allí de Arenales, sin bañistas ni campaneros ni nada.

No piso la geografía. Solo observo la urbe desde lo alto, como un gallinazo que no volara, las cordilleras de la margen occidental del río, a veces azules; el aire lechoso; los edificios y las casas cuyas luces se encienden puntualmente al irse el sol y se apagan cada vez más tarde, muchas de ellas después de la media noche; los esporádicos autos, algunos de transporte público abordados por personas enmascaradas, otros como cajones marcados y coloridos —los de alimentos—, y algunos más, los de la policía, patrullando una ciudad fantasma, no sea que salga por ahí un espanto asustado; los “domicilieros” en motocicletas…

Música alegre emerge de una casa, dos o tres mujeres cantan en coro con los intérpretes de las canciones. Corro la cortina, me concentro, pero no preciso bien de dónde sale.

No piso la geografía, pero también puedo hacer —y lo hago— sobrevuelos mentales o, más bien, imaginarios, para echar un vistazo al empobrecido “túnel verde”; a los desolados parques sin jubilados, sin lustrabotas y sin zapatos para embetunar; a las palomas dueñas y señoras de las jardineras y las bancas, aunque no sé qué tal estarán de comida y agua.

El reloj de la iglesia con pocos ojos que consulten la hora, salvo los de los vecinos de los edificios cercanos que estiran sus cuellos y se esfuerzan para verla a través de las ramas de las ceibas y los almendros.

Los semáforos dando órdenes a escasos carros, como dictadores caídos en desgracia. A varios de ellos solo les parpadea su ojo amarillo, como si sufrieran un tic nervioso.

Oteo los colegios cerrados, ruidosos de silencio, en los que se aburren los pupitres y los letreros de «RECTORÍA» o «SALÓN DE ACTOS» porque nadie los lee, y las trapeadoras resecas colgadas en ganchos porque nadie trapea los corredores.

Las zarigüeyas y las ardillas caminan confiadas por media calle, tal vez soñando con que ya, ¡por fin!, terminó el peligro para ellas, representado en unos bípedos vestidos y azarosos que hasta hace apenas unos días no las dejaban tener vida. Y las guacharacas, que antes cavilaban media hora si bajar o no de la copa del carbonero en la montaña, ahora aterrizan sin misterio en los tejados de las casas, cada vez más en medio de la urbe, llenan el aire con su ronca algarabía y no dejan oír el silbido del viento.

Ahí están los árboles, los edificios, los sombreros en las tiendas, los maniquíes asomados en las vitrinas… Ahí están las cosas empolvándose en el olvido. Todo se usa a medias por ahora. Ahí están las cosas… les pedimos que nos esperen.


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