Elogio de la lengua

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Por John Saldarriaga

saldaletra@gmail.com

Los lápices de doble punta; los destapadores de refrescos que tienen además un tirabuzón y un abrelatas, son dos buenos ejemplos de los objetos multifuncionales.

He conocido navajas que, además de hojas de cortar, tienen también cuchara y mondadientes. Una de ellas me la enseñó un día un arriero —ya está muerto—, Juan Molina, un hombre de El Salado envigadeño, de quien decían era ayudado por el Diablo. En las travesías —contaba— con ella se desvaraba prácticamente de todo cuanto debía hacer para sobrevivir, menos fuego.

Uno se maravilla con esas plantas medicinales tan versátiles, como la manzana, de la cual, los naturistas señalan: “comida con cáscara es muy buena para curar el insomnio, disolver los cálculos del hígado y de los riñones, controlar la gota, las reumas, la anemia cerebral y cualquier debilidad en general. Hay un dicho que dice que una manzana cada día, de médico te ahorraría”.

En fin, en el organismo también hay órganos así, con varias funciones. El hígado, por ejemplo, tiene decenas de funciones. Algunas de ellas son la producción de bilis que ayuda a eliminar los desechos y descomponer las grasas en el intestino durante la digestión; la producción de determinadas proteínas del plasma sanguíneo; la producción de colesterol y proteínas específicas para el transporte de grasas a través del cuerpo; la conversión del exceso de glucosa en glicógeno de almacenamiento, el cual puede ser aprovechado otra vez para obtención de energía; la regulación de los niveles sanguíneos de aminoácidos, que son las unidades formadoras de las proteínas; el procesamiento de la hemoglobina para utilizar su contenido de hierro (el hígado almacena hierro); la conversión del amoníaco tóxico en urea (la urea es un producto final del metabolismo proteico y se excreta en la orina); la depuración de la sangre de drogas y otras sustancias tóxicas; la regulación de la coagulación sanguínea; la resistencia a las infecciones mediante la producción de factores de inmunidad y la eliminación de bacterias del torrente sanguíneo.

Estas son algunas de las funciones que así, sin detenerse en su camino como hablan ellos, me dijo un médico amigo mío, a quien su hígado le funciona a la perfección, lo sabe, pues destila alcohol todas las noches con una enfermera en un barcito cercano al hospital por si lo llaman de emergencia a su teléfono celular para una intervención urgente. Un hombre de ciencia que ignora que me cuesta distinguir entre aminoácidos y proteínas, pero sabe muy bien que podría dictar una conferencia de dos horas enteras hablando del tema de la orina, cuyo hedor amoniacal expelen los orinales de cantina a media noche.

Cuando niños, nos maravillábamos —y, bueno, es una admiración que nunca desaparece, por más que nos volvamos serios— de que los mismos órganos sirvan para el sexo, la reproducción y la excreción. El mismo adminículo con el que orinamos nos regala tantos momentos de placer. Y nos reíamos.

 

Ahora sí, la lengua

No sé si habrán notado que, quizás, el órgano que más funciones tenga sea la lengua. En especial, la de los humanos. Una bella definición hallada en un libro de biología que perdí hace tiempos, dice: “Es esta un órgano musculoso fijo por la base al suelo de la boca y con la punta libre, de forma que puede realizar toda clase de movimientos”.

Ese órgano que vive dentro de la boca como un pez en una pecera de su tamaño, a salvo del mundo sucio, es sin duda especial. Siempre mojada, la lengua sale a veces para insultar. Es una función usada en especial por los niños. Entrompan los labios y, por un espacio apenas preciso para que ella salga y aparezca tiesa, indique a otra persona que estamos enojados con ella. No hay que hablar. Solo dejar ver su punta enhiesta, rosada, mojada y, si se desea, acompañar este acto simpático con una mirada torva y, a continuación, dar la espalda. Las niñas tienen una singular y graciosa manera de menear su cabello, que subraya la intención, si lo tienen largo.

Las mujeres usan este gesto con picardía y no tienen que estar malhumoradas, como los niños, cuando lo hacen; es en momentos en que combinan ingenuidad con procacidad y consiguen un efecto más bien de insinuación erótica en su interlocutor. Y así, sin tocarlo, esa lengua no lo dejará tranquilo por mucho tiempo.

Todos hemos usado la lengua toda la vida para comer. Pero, claro: no se come solo con la lengua; en este acto animal y humano intervienen varias partes del cuerpo. Pero es normal: no hay casi ninguna función que se realice por un solo órgano, siempre se involucran sistemas. La lengua recibe los alimentos cuando llegan a la boca, traídos, bien sea por una mano, una cuchara, un tenedor, un palito que lo tiene engarzado como en el caso de los pinchos (de pollo, fruta o chocolate), o los palitos chinos. Este punto es irrelevante en este escrito y no merece consideración. Importa el momento en el que el fragmento comestible traspone el umbral de la boca, los labios, y se descarga sobre la lengua. Esta se encarga de empujarlo o dejarlo caer de a poco a lado y lado sobre esas piedras de moler que son, claro está, las muelas. Y se queda atenta a que estas, tras la repetida acción de moverse las de arriba contra las de abajo para triturar, dejen el trozo comestible hecho una masa blanda y suave con ayuda de la saliva, o sea, el agua de la pecera. Tras ese momento, la lengua se convierte en un tobogán. La comida se desliza por su mojado cuerpo y se pierde en un túnel abismal. Desaparece.

Y de cuando en cuando, la lengua sale de su cofre para dar cuenta de algún minúsculo fragmento de alimento que no entró, una partícula que se quedó varada sobre el labio afeando la imagen del comensal. Sale a limpiar.

Cuando se bebe, el líquido pasa del recipiente que está apoyado en el labio inferior levemente inclinado hacia adentro de la boca para que entre por gravedad en esta, como funcionan muchos acueductos, y la lengua sirve de puente o, también, digamos, de tobogán para que se pierda de una vez en el abismo, sin pasar por las muelas, porque el agua y los líquidos todos no necesitan molerse. Ya están molidos. Son, de suyo, más blandos y suaves que cualquier masa.

Y entonces la lengua, al final, puede salir un momento otra vez de su cofre. A secar.

Saborear es otra función de la lengua. Ese extraño molusco distingue sabores. Distingue si algo está dulce o salado; amargo o ácido. Y nos ayuda a saber si las cosas están pútridas, sobre todo cuando la nariz es sorda.

La lengua sirve también para indicar deseo de comida o sexo. Y las acciones son semejantes. Cuando hay ante nosotros una comida apetitosa o un cuerpo bello y bien formado, pasamos por los labios, especialmente el superior, la lengua, más lentamente en el segundo caso. Y en el segundo caso se acompaña también por otros signos, como la mirada sensual que baja y vuelve a subir, para mirar brevemente el cuerpo que nos motiva esos bajos instintos. Les dicen bajos, seguramente por los otros órganos que, con la lengua, participan en esta acción, aunque ahora que lo pienso mejor, esto no es seguro: si por eso fuera, les dirían medios instintos.

Hablar es una acción lingual. La lengua no puede vivir sin la lengua. Sin ese órgano nadie dice nada; muy poco se sabría. No nos podríamos dirigir la palabra. Tal vez no habría teléfono y la espera en la peluquería sería tediosa. Aunque tuviéramos pensamientos, no habría forma de que estos salieran de ese claustro craneal si no fuera por esa lengua que parece haber labrado ella misma la hendidura de los labios por donde aparece, pues está hecha a su medida, y ayuda a articular la voz para que los sonidos se diferencien. Por eso es difícil hablar y comer o hablar y beber o hablar e insultar como los niños, o beber e insultar, cuando ambas cosas pretenden hacerse al mismo tiempo.

Los niños son precisamente también los que más la usan para señalar. En ocasiones, cuando se quieren hacer entender de alguien sin que otra persona se entere, sobre el sitio donde está localizado un objeto, llevan la lengua por dentro de la boca y sin abrirla, hasta uno de sus carrillos, bien sea el derecho, bien el izquierdo, y lo empujan para dar a entender que en esa dirección está la cosa secretamente guardada. Como un dedo, la lengua señala desde dentro de la boca.

Mientras hay niños que chocan la lengua y la nariz contra el cristal de las ventanas cuando se aburren en casa encerrados por la lluvia, muchos abuelos adquieren el tic nervioso de estar pasando la lengua por sus labios. He visto a otros, sentados a mesas de bares, mojando el pulgar y el índice de su mano derecha en la lengua para humedecerse los párpados y evitar dormirse mientras llenan el crucigrama del periódico.

Se ven a muchas otras personas, jóvenes y viejas, pasar el borde de las tapas de los sobres por su lengua, para mojarlas y activar esa sustancia adhesiva que les aplican en la fábrica de sobres, la cual les permite cerrar las cartas sin untarles pegamento. Y eso que, hace unos años, cuando las estampillas y sellos de correo estaban vigentes, también pasaban por la lengua las estampillas y los sellos, para que pegaran en los sobres que recorrerían el mundo.

Y no pasa de moda, por más que existan almohadillas de espuma, la manía de mojarse dos dedos —el pulgar y el índice de la mano derecha, por lo general— con saliva de la lengua para pasar las páginas de los libros o los billetes, de modo que no se peguen unos con otros al contarlos.

Pero, no hay duda: las funciones más excitantes y lúdicas de la lengua las cumple en los besos y el sexo oral. Aquí, casi más que en cualquier otra función, la lengua es órgano. Un órgano sexual. En estos casos es que más se aprovecha, como dice la definición del órgano, “la punta libre”, “de forma que” pueda “realizar toda clase de movimientos”. Juguetea con otra lengua como agujas de serpiente. Entra en las orejas, el ombligo y el sexo y demás cavidades como taladro cuya broca las remarca para que no se cierren. Recorre el cuerpo de otras personas, humedeciéndolo, como un batracio tibio que hiciera un camino nada recto hacia su estanque. Llena cavidades. Las vacía, las moja, seca charcos. Parece pertenecer a esa variedad de peces decorativos conocida como bailarinas.

En fin. Pocos órganos del organismo —vaya redundancia—, tienen tantas funciones como la lengua, ¡quien la ve tan oculta! Habitante de la ambigüedad, parece dueña de cierta astucia, de voluntad propia y aparte: se las da de parte externa en unos casos, interna en otros. Habita el adentro y el afuera, como esos ermitaños a quienes las gentes consideran apartados del mundo, pero a veces se les ve en el mercado del pueblo, vendiendo los frutos de su huerto y comprando cosas necesarias —jabón, cepillo de dientes con limpialenguas, baterías para la linterna— para volver a internarse en lo profundo de las montañas donde tiene su ermita a prueba de pasiones.


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