El libro

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El libro, cuyo día es el mismo del idioma, es un invento maravilloso. Maravilloso, no en un sentido cliché, sino en el auténtico de extraordinario y fascinante. Tanto si se refiere al conjunto de páginas, de papel o electrónicas, unidas y secuenciadas, impresas con palabras que trasmiten ideas, como cuando alude a una obra académica o literaria.

Sospecho que es extraordinario por lo práctico: contiene sueños, creaciones y conocimientos en relativo poco espacio; y además es portátil.

Adivino que es fascinante, es decir, sumamente atractivo y encantador, porque basta abrirlo y pasar los ojos por las palabras y las ideas para ahuyentar la soledad de las noches, el miedo a los monstruos —los de afuera y los de adentro de nosotros—, y para desinflamar esa incómoda sensación de sentirnos olvidados, perdidos o abandonados.

Así, entregarse a la lectura es someterse voluntaria y gozosamente a extraordinarios y fascinantes actos de magia o encantamiento. ¿Acaso no es magia que dos seres, un autor y un lector, fusionen sus mentes sin siquiera tocarse? Incluso nos llegan voces del pasado, del pasado remoto, para revelarnos sus miedos, hazañas y creencias, sin necesidad de que un ser de hueso y carne, linfa y sangre esté presente para contárnoslos.

En “Mis libros”, poema del volumen La rosa profunda, Borges dice:

“Mis libros, (que no saben que yo existo)/ son tan parte de mí como este rostro/ de sienes grises y de grises ojos/ (…). No sin una lógica amargura/ pienso que las palabras esenciales/ que me expresan están en esas hojas/ que no saben quién soy, no en las que he escrito”.

Por John Saldarriaga
saldaletra@gmail.com


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