El árbol simbólico

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A veces pienso que uno debería tener su árbol simbólico, su flor, su animal. Seres con los cuales identificarse. Que esto, lo de tener elementos simbólicos, no debería ser solamente privilegio de los países o las ciudades.

Tengo claro que mi árbol representativo es el balso. Por cierto, aquí entre nos, considero que está loco. Lanza al viento motas de algodón, al punto que si alguien anda distraído silbando su canción, bien puede pensar por un momento que hay alguien esquilando un rebaño de ovejas en las alturas. Por eso me gusta, por absurdo.

La flor, el girasol. Va siguiendo al Sol en su camino diario y de seguro debe sentir cierta frustración cuando el día es gris y del astro de fuego no hay noticia. Total, este es el que da vida. Así las cosas, los indígenas, en especial esos de las comunidades precolombinas, tenían razón al adorar al Sol, como lo hace esa festiva flor que hasta en su apariencia quiere emularlo.

El animal, cómo no, el gallinazo. La elegancia del buitre negro americano es proverbial. Ese vuelo suyo sereno, sin
apenas esforzarse; su vigilancia en círculos, e incluso su andar cuando está en tierra donde recuerda a ejecutivos en traje negro corriendo con las manos en los bolsillos, le dan cierta clase.

A veces a uno le da por pensar que las plantas y los animales, en especial aquellos que uno ama, admira o hasta eleva a la condición de elementos simbólicos de la pequeña república que uno constituye, solo por su belleza, hidalguía y espíritu de servicio, deberían merecer la inmortalidad.


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