Descubrimos el agua tibia

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Por JOHN SALDARRIAGA

saldaletra@gmail.com

Los bogotanos “descubrieron” hace unos días que, cuando hay cielo despejado, pueden ver el Nevado del Tolima. Al mencionarlo, parecía que la elevación montañosa hubiera surgido de pronto por encima de los demás cerros. Asimismo, los habitantes de la ladera oriental de Sabaneta, Envigado y El Poblado “descubrimos” que cuando el aire es limpio y no hay nubes, alcanzamos a apreciar varias cadenas montañosas detrás del Cerro Manzanillo, esa pirámide natural de Itagüí. Los de ese lado “descubrieron” que, cuando el aire es transparente, pueden ver los Altos de las Palmas y Santa Isabel. Y los vecinos de El Romeral, en la Estrella, “descubrieron” que cuando el firmamento está despejado pueden apreciar el Cerro Quitasol de Bello.

Este tiempo de crisis, a raíz del pequeño gran virus, el consecuente encerramiento y el cese notable de actividades, está haciendo visibles muchas cosas que parecían invisibles o, incluso, inexistentes. No solo la geografía. Observemos algunos de esos hallazgos.

Estamos valorando las ventanas y los balcones como los más notables inventos de la arquitectura desde que el mundo es mundo. Dejan entrar el viento y la luz a las viviendas, al tiempo que les permite a las miradas salir, para así atenuar el enclaustramiento. Las ventanas y los balcones, esos puentes entre los universos de adentro y de afuera, parecen elementos nuevos.

Este lunes 13 de abril es noticia en medios de comunicación que la salud es un derecho inexistente en Colombia. Más de 200 mil tutelas al año se reciben para que a la gente la atiendan. Más de 560 acciones por día. Se está poniendo en relieve, apenas, que el sistema de salud es una estafa. Las entidades prestadoras de salud suelen dejar morir a los usuarios mediante el método cruel de negar los tratamientos efectivos para las enfermedades graves. Deben alinearse planetas y asteroides y estrellas y cometas en una sucesión infinita para que acaso se los brinden y, cuando esto al fin ocurre, acuden al cínico ardid de dilatarlos y aplazarlos hasta que ya no haya sujeto en quien aplicarlos. También recurren al siniestro paseo de la muerte. Pero estas cosas las sabíamos de sobra los ciudadanos comunes y corrientes.

Aparte de líderes políticos e industriales del planeta, que, como buenos sofistas, niegan lo evidente, ¿quién desconocía que la contaminación del aire, el agua y la tierra; el calentamiento global, el descongelamiento de los polos, la destrucción de la capa de ozono y demás deterioros del ecosistema se deben a la explotación inapropiada e irracional de los recursos naturales y a las prácticas insostenibles de producción? Nadie lo ignoraba. Ahora, con gran parte de la población quieta, los niveles de deterioro disminuyen notablemente. Y ya casi todo el mundo, en sus reflexiones, comenta este “descubrimiento” y parece lamentar no poder patentarlo.

Se repite como si fuera novedad que las cifras de desempleo son más altas que las suministradas por organismos estatales cada mes. Y la informalidad es más grande de lo que esas entidades aceptan.

Se pone en evidencia un adefesio que ha sido corriente: que los seres humanos estamos al servicio de la economía y no la economía al servicio de los humanos, como debiera ser.

Por fin estamos entendiendo que cosas que la sociedad, en su pragmatismo, considera inútiles, son las más necesarias: interesarse por parientes y amigos, conversar con la abuela aunque esté medio sorda o sorda del todo, dar palabras de aliento contra el tedio y el estrés… Y las artes, la poesía, la música. Ya lo había dicho Victor Hugo en Los miserables: “lo bello vale tanto como lo útil (…). Tal vez más”.

Y no menos sensacional: en Semana Santa “descubrimos” que los bombos, los redoblantes y los platillos de las bandas de guerra de las procesiones no se oyen con los oídos sino con el estómago, los intestinos, el hígado, el bazo, los riñones, la vejiga —¡ay, peor si está llena!— y que a su paso marcial, a uno le cambian de lugar tales vísceras. Solo cuando terminan de sonar o la procesión ya dobla la esquina y no se siente tanto, las piezas vuelven a quedar milagrosamente en su sitio. Nos dimos cuenta porque esta vez no sucedió, pero ya lo intuíamos, por supuesto.

En fin. Este fenómeno, el de la cuarentena, hizo visible un montón de cosas disímiles que ya existían, que han estado ahí, frente a nuestras narices, pero no terminábamos de percibir.


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