De picos de contagio y curvas aplanadas

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Por JOHN SALDARRIAGA

saldaletra@gmail.com

 

Como a un beisbolista al que le corrieran la almohadilla cada vez que estuviera a punto de alcanzarla, así los contadores de infectados han ido corriendo la fecha en la que Colombia va tener el pico de contagios.

Esos contadores, encargados de hacer pronósticos nefastos como aves de mal agüero, oscuros profetas encargados de señalar una realidad distópica, primero decían que sería a finales de abril; después, que a mediados de mayo. Incluso, algunos de ellos anuncian ya que esos números llegarán a finales del quinto mes.

Las suyas parecen voces macabras y sobrenaturales.

Uno, secretamente, quisiera que se callaran esos anunciadores del caos, pero, claro, sabe de sobra que sus advertencias son necesarias para que los administradores de la sociedad planeen medidas de contingencia. Son como las brujas de Macbeth, ni malas ni buenas, señalando simplemente una verdad contradictoria: “lo bello es feo y lo feo es bello”.

Es grato que se pospongan los momentos indeseados. Quiere decir que las normas dictadas por los gobernantes, las restricciones de movilidad, el encierro, todo eso, han servido para alejar los fatídicos días de una multiplicación tal del virus que haga colapsar el sistema de salud, que es lo más temible en la pandemia.

Aplanar la curva. Así llaman los contadores de la peste a esta demora que nos carcome como el suspenso en una película de Hitchcock. Entonces uno se imagina un elefante caminando despacio por un puente en forma de arco, que con su peso consiguiera, no quitarle pero sí al menos disminuirle la elevada comba. Y uno quisiera que fueran a llamar a otro elefante, como dice la canción.

No hay que ser muy avisado para entender que la cantidad de contagiados en el país —manejable en comparación con la de otros países— y de nuestro departamento —no tan horrible como la de Bogotá o incluso la del Valle del Cauca— se debe a que la gran mayoría de los habitantes hemos estado encerrados.

Por eso, mientras resuenan en nuestro cerebro las voces de esos profetas del horror, no dejamos de inquietarnos al imaginar qué va a pasar ahora, desde el 27 de abril, cuando obreros y albañiles —y con ellos los transportadores y los fabricantes de insumos para unos y otros— salen a trabajar. Es decir, se acercan unos a otros, hacen funcionar malacates y montacargas, agarran palas y plomadas, accionan martillos y tijeras, marcan tarjeta y oprimen interruptores de encendido de las máquinas, cargan cajas y paquetes, accionan pedales y palancas, pegan ladrillos y botones que otros seguramente han llevado hasta el sitio de labor… Y en las calles caminan y se cruzan, se sientan en las sillitas metálicas de los esperaderos de buses, se sujetan de las manijas para subirse a los automotores, se acercan a las taquillas y los torniquetes, montan en cicla y en moto…

Tal vez porque ellos están afuera en las calles desplazándose o adentro en recintos trabajando, interactuando, es que los contadores de infectados vaticinan que el pico de la tal curva de contagios llegará en los próximos días.

Ojalá que no. Que los picos se mantengan bajos como los de las aves que no saben volar. Ojalá ni los sabios ni los adivinos ni los ministros ni los científicos tengan razón en todo cuanto ignoran y en todo cuanto saben. Ojalá que los contradiga una realidad deseable, aunque después ninguno de ellos sepa cómo explicarla.

Es el dilema humano de la existencia: las personas esperan en casa a riesgo de morirse de hambre y acosada por las deudas, o salen a trabajar a riesgo de contagiarse. Si esa es la libertad humana a la que se refieren los libros de filosofía, o el libre albedrío al que se refieren los tratados de teología, maldita sea…

No, ni una ni otro. Es solo la síntesis de nuestra frágil condición.


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