De gimnasios, ojos y espejos

Los gimnasios de las aceras, los parques y las zonas verdes de Envigado no tienen espejos. Espejos como los que sí
abundan en los gimnasios privados, destinados a que las personas que asisten vayan solazándose, embelesándose
con su figura y sus movimientos, mientras estiran a fondo sus extremidades.
Asunto que recuerda a Narciso, el joven de la mitología griega dueño de gran belleza, a quien Némesis, diosa de la
venganza, castigó por no haber atendido el amor de la ninfa Eco, haciéndolo deleitar con su propia imagen reflejada en la fuente, enamorándolo de esta y tornándole imposible dejar de observarla. Él terminó por arrojarse a las aguas.
Está bien, es cierto: los gimnasios callejeros de Envigado no poseen espejos, porque carecen de paredes de las cuales colgarlos. Pero, en ellos, los espejos son los ojos de los demás. Los ojos de los transeúntes o de quienes pasan en autos muy cerca y miran sin pudor alguno las nalgas y los movimientos de quienes se estiran y encogen, de quienes se cuelgan de una barra o sostienen de sus pies para, luego de doblar su cuerpo en dos, alcanzar a tocar con sus manos los tobillos.
La verdad, no está mal que existan lugares destinados al cuidado físico, en estos días cuando hay un afán marcado,
una obsesión quizá, por ejercitar el cuerpo. En ellos se calma la ansiedad de estar en la onda de la gimnasia sin
gastar un peso y se puede perder peso solo a cambio de ser observado.
En el fondo, espejos y ojos son lo mismo.