A quién lo asustan los cementerios

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En este mes de los muertos es preciso declarar que el cementerio ya no es como antes. Bueno, no solo este; ninguno. En otros tiempos había en él, no sé, un halo de misterio acorde con el tema de la muerte.

Quien visitaba el Barrio de los Acostados sentía en el aire una esencia, un fluido que parecía proceder del Más Allá. Los falsos pimientos, frondosos y despeinados, con sus troncos rugosos y retorcidos como brazos y dedos deformados por una artritis severa, con aspecto de ser tan viejos como el mundo, contribuían a imprimirle al escenario una atmósfera rara.

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Bastaba con echar un vistazo a las galerías blancas de las bóvedas y las criptas; con aguzar el oído para penetrar el silencio y respirar el olor a flores muertas para sobrecogerse.

Y si era de noche… ¡ay! Una corriente helada le recorría el cuerpo, desde la coronilla hasta los dedos de los pies, demorándose en su paso por la columna vertebral, en un escalofrío sepulcral. Y si había viento, su ulular entre los árboles parecía un gemido angustioso de ánimas en pena. Daba miedo pasar por sus cercanías, oscuras como boca de lobo.

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Escasos, quienes se atrevían a mirar al interior para ver con dificultad las bóvedas se estremecían al ver las formas de los sauces llorones como monstruos de las montañas del Purgatorio inclinados sobre su propia tristeza, dibujados de negro sobre el negro más profundo.

Hoy, los cementerios son otra cosa. Iluminados como quirófanos o siempre listos para un espectáculo de día y de noche, de ellos han espantado el terror.

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Por John Saldarriaga
saldaletra@gmail.com


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