Un paraíso dulce en Medellín

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Es común oír a cocineros y chefs renegando sobre la repostería, y no precisamente porque no nos guste, sobre todo comer, pero sí por la complejidad de las preparaciones, de la que se considera una de las ciencias exactas de la culinaria, en la cual inciden no solo el conocimiento y el talento, sino los tiempos, las recetas medidas en gramos, las temperaturas de preparación, la aplicación perfecta de técnicas y hasta muchos factores externos como clima, humedad y presión barométrica, entre otros.

 

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Por eso no es raro que sea una línea gastronómica en la cual se destaquen mucho más las féminas, más hábiles para estos menesteres.

Una vez leí que el postre debería ser lo más rico de una comida, ya que uno se lo come cuando está lleno, creo que por eso hace como 20 años me fui a Buenos Aires a estudiar repostería. Recuerdo a los profesores, célebres en estos artes que me rogaban para que no me fuera dedicar a esta rama de la cocina. Aprendí bastante, pero salí muy convencido de que no era algo para mí.

Mis primeras aproximaciones a la cocina dulce fueron de la mano de Melina, la fiel servidora de mi casa que me aguantó por muchos años con paciencia infinita. Recuerdo con mucha nostalgia como me paraba todas las tardes después del colegio a verla transformar simples ingredientes en sabores memorables que sin duda hicieron que le cogiera tanto amor a la cocina, en contraposición a la comida más horrible que recuerde, la del semiinternado del San Ignacio “chiquito”, donde me di cuenta de que con los mismos ingredientes se podían hacer platos tan malucos, tristes, sin amor; como dicen ahora los pelaos, se tenía que decir y se dijo.

De tantas maravillas que hacían en mi casa, recuerdo con especial emoción la torta casera, probablemente la más sencilla de todas las tortas, pero que, por su simpleza, puede ser la medida de la calidad de cualquier repostería.

De piel dorada y ligeramente crocante, mucho más densa que esponjada, de donde viene su peso relativo con respecto al tamaño, grado de humedad perfecta, ya que sin ser jugosa es delicada, suave y su miga no puede ser seca.

Una torta casera con un vaso de leche helada podría ser fácilmente mi último deseo como glotón inmoderado. Puede que algún experto me contradiga, pero creo que probablemente sea una creación antioqueña, ya que igual no me la he comido en ninguna otra parte del mundo.

Hace unos días me atacó la nostalgia sensorial, cuando la flaca se me apareció, creo que contra su voluntad de que me mantenga a dieta, con una torta casera, formidable, perfecta, que me devolvió en el tiempo a mi casa en el Laureles de los 70, cuando la vida era todo jugar y reír.

Tan rica que no tuve de otra que madrugar el siguiente sábado a conocer Amars, en La Castellana, arribita de Santa Gema, adonde me fui solo con mi enano mayor, que vive con hambre, como su papá. “Papi, ¿puedo escoger lo que quiera?”, es lo que siempre pregunta cuando se enfrenta a una decisión tan complicada como fue la de elegir entre tantas exquisiteces, porque además de la torta casera encontramos todo un repertorio estupendo: bizcocho negro, tres leches, María Luisa, torta de chocolate, de manzanas, red velvet, además alfajores, mousses de frutas, nougalinas y cup cakes, entre otros.

Lo mejor fue encontrar torta de chocolate y María Luisa sin azúcar, la disculpa perfecta para ir y volver a este paraíso dulce, pues les llevamos a las chicas fit de la casa y quedamos como príncipes. Ah, bueno, casi me da algo cuando vi el bizcochuelo, otro clásico infaltable en mi memoria. Repostería Amars. Domicilios 444 32 65, calle 33 # 81A–41.

Por Efraín Azafrán
efrainazafran@gente.com


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