En Medellín se puede hacer un pícnic junto a un castillo

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Aunque mi práctica de ciclismo no pasa de 20 minutos mensuales en la bici estática que tenemos en la casa para la flaca, en estos días de vez en cuando nos quedamos arrunchados viendo el Tour de Francia, deshaciendo caminos de un pasado muy feliz, comentando los paisajes que alguna vez recorrimos de mochileros por pueblos preciosos de la edad media, de donde conservamos recuerdos formidables.

Una de las experiencias culinarias más gratificantes y emocionantes de la vida de cualquier embrión de sibarita puede ser ir a comer en algún castillo de la campiña europea, especialmente en el país galo, de esos que se ven en el Tour, tanto por la magnificencia y sofisticación arquitectónica como por el refinamiento de sus sabores, creaciones de chefs famosos usualmente retirados, que terminan sus brillantes carreras alquilando uno de los tantos alcázares antiquísimos que se encuentran por todo el Viejo Continente. Aunque parezca difícil de creer, una experiencia gloriosa que no siempre es tan costosa como podría ser. Una vivencia perfecta para estas crónicas del hambre.

Siendo muy niño, mi papá me llevó a visitar el castillo de don Diego Echavarría Misas, cuando todavía era su casa, con quien compartía varios amigos de negocios. Puedo repetir en mi memoria, una y otra vez, el recorrido solemne y silencioso que nos hicieron por habitaciones, salones y jardines con sus fuentes en las que nadaban bailarinas rojas y blancas entre lotos de flores rosadas.

Si no estoy mal, ese día tenía unos 6 años, cuando los 60 llegaban a su fin. Esa aventura imborrable de cuento de hadas me quedó grabada en los recuerdos al lado del padrenuestro que rezó mi papá en voz alta cuando se enteró por radio del fin trágico de don Diego, algo raro por esa época, que no entendí en su momento. Hace un par de años reviví esa experiencia con el bello libro de Jorge Franco, compañero mío del colegio: El mundo de afuera.

Será por todo eso que me impresionó volver a El Castillo tantos años después, ya convertido en museo. Hoy huele igual que hace 50 años, con la diferencia de que ya se puede hablar durante los recorridos, la gente toma fotos con su celular, todo el tiempo hay exposiciones o eventos y la Casita de Muñecas de Isolda, que estaba cerrada esa vez y hoy es un pequeño café llamado La Tarantela, donde se sirve el té, o bien, un capuchino rico con rollos o rolls, amasijos, muffins, parfaits “a la mode” y desayunos estupendos en medio de un ambiente lleno de historia y recuerdos. Saudade total.

Pero lo mejor que organiza doña Leticia Vélez, su hostess y cocinera queridísima, son los pícnics, en canasta con mantel de cuadros, que ofrecen preferiblemente con reserva, con preparaciones de varios países, que la gente se sienta a comer en medio de los jardines florecidos al mejor estilo francés. Allí, recordando a mi papá, me quedé profundo mirándole los ojitos a mi flaca con la copa de vino en la mano, cual príncipe su castillo.

Por Efraín Azafrán
efrainazafran@gente.com


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