La ruta de los chorizos en el Suroeste

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Recordando al difunto Jota Mario Valencia, alma bendita, nos pusimos a analizar varios platos y alimentos de las cocinas antioqueña y colombiana con el combo de embriones de sibaritas, con su famosa frase: “Mejoró, empeoró o siguió igual”. Y entre tantas exquisiteces populares, en el tema que más coincidimos todos con el “mejoró”, fue en el de los chorizos.

Yo recuerdo que hace muchos años los llamábamos “no me olvides” gracias a sus excesos de grasa y comino. Los mejores siempre los encontrábamos colgados a orilla de las carreteras al sol y al agua, o encima de los mostradores de fondas y estaderos, una rica costumbre milenaria en el mundo, que el Invima pretende prohibir a pupitrazo arbitrario con otras tantas de la historia alimenticia criolla. Qué mal.

Cuando yo era apenas un crío, mi papá nos llevaba todos los fines de semana a puebliar. Una costumbre que la flaca y yo mantenemos con los enanos para que conozcan su tierra. Recuerdo de esa época que los chorizos más famosos se comían en el alto de Boquerón, Primavera en Caldas, Buena Vista bajando a Pintada, en las partidas de Abejorral y Sonsón, en donde el Mosco en la Medellín-Bogotá, el Pencil en los Salados, Monte Nevado y Aquí paró piano.

Hoy se consiguen estupendos por muchas partes, desde que se adoptó la costumbre gaucha de cortar la carne a cuchillo, se redujo el contenido de grasa y la cantidad de comino. Por supuesto que son mejores los de tripa natural, los que no están sobrecargados de sales de nitro, que además son bastante dañinos y los condimentados con junca, cilantro y mezclas de especias de nuestra cultura.

Y en esos recorridos deshaciendo los pasos, nos fuimos a Jericó. La primera parada, obligatoria para todo el que va por allá, fue en Doña Rosa en la Variante, en donde desayunamos arepas ricas, dejando el hueco para los chorizos para más tarde. Mucho rato después, superadas la trocha y los tacos hasta Fredonia, llegamos a donde Doña Maria Teresa y sus hijas, a unos metros del alto del Calvario entre Fredonia y Marsella.

Un negocio sin nombre en una pequeña casa campesina que se reconoce por el humo de la parrilla en donde asan plátanos maduros, arepas de chócolo y maíz amarillo, que sirven con un quesito sin igual en el mundo.

Este matriarcado rebosante de sazón y sabores a nostalgia, prepara además de unos chorizos memorables, muchacho relleno, fríjoles, sopas, sudaos y todo un repertorio de comida perfecta para un estómago insaciable como el mío.

Desde las mesas en la terraza, sobre un paisaje de suroeste memorable, se escuchan estas mujeres de racamandaca, cocinando y chismoseando, al son de la batuta de Doña María Teresa que es la mamá, joven y bella, de esta familia paisa ejemplar que nos hizo muy felices.

Quedamos tan llenos, que llegamos a Jericó y lo pudimos recorrer de lado a lado haciendo la digestión, nos surtimos de sus postres y dulces de cardamomo famosos. De bajada, viendo el atardecer sobre el Cauca con Cerro de Tusa al fondo, llegamos a la Tienda Caldea donde Gloria Vélez, una mujer sensacional a quien no conocíamos, en donde volvimos a comer chorizos, papas rellenas y tamales hasta caer muertos de emoción. A pesar de la llenura, nos surtimos de cantidades alarmantes de todo lo anterior, más encurtidos, salsas de ají y las mejores mandarinas que he probado en mi vida.

El día que exista el campeonato mundial de chorizos, Gloría y Doña María Teresa, empatarán en la final. OMG como dicen los enanos, qué placer tan infinito. Ojalá la gobernación estimulara el regreso a las puebliadas, nada mejor para el bienestar del campo colombiano y estas crónicas del hambre. Llévese a sus hijos a llenar los cinco sentidos de emociones reales, sin wi-fi.

Por Efraín Azafrán
efrainazafran@gente.com


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