Nos comió la crisis.

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Una condición propia de la vida contemporánea, parece ser la de vivir en crisis; y ello pareciera aplicar aún más, si se vive en un país como el nuestro. Las dificultades económicas, la violencia en las ciudades, el precio del dólar, las pésimas condiciones con las cuales se vive en el campo, el caos en el tráfico y muchas otras situaciones, nos reafirman esa sensación. Nacemos, vivimos y morimos en crisis. Pareciera que fuera inevitable que ello ocurriera y día tras día hay que resignarse e intentar sobrevivir. Nos comió la crisis y desde allí, leemos nuestra cotidianidad y construimos nuestra realidad.

Así como el mundo externo vive una crisis constante, nosotros también la experimentamos en nuestra cotidianidad: el trabajo, la familia e incluso nuestro propio cuerpo, son cargas pesadas que hay que sobrellevar. Leemos nuestra realidad de la manera como se transmite a través de los medios de comunicación o de la interacción social y así va transcurriendo nuestro diario vivir. Anhelamos la niñez en donde el sufrimiento era menor, o por lo menos, en donde no le prestábamos tanta atención a lo que ocurría a nuestro alrededor y en muchos casos, quisiéramos regresar a ese momento en donde la mayor responsabilidad que se tenía, era jugar y estudiar. Hacernos adultos pareciera vincularnos de manera significativa con lo difícil que es nuestro entorno y una vez allí, no hay vuelta atrás. Pareciera que en nuestra vida personal y social, se ha instalado la crisis como algo terrible y como un fenómeno del cual no es posible escapar

 

¿Son tan malas las crisis?

 

La crisis, por definición, no es algo necesariamente negativo o devastador. Es parte del proceso de desarrollo que como individuos y como sociedad hemos de construir, y se convierte en un elemento que aunque desequilibrante, puede potenciar la búsqueda de nuevas alternativas para nuestra vida. La Real Academia Española de la Lengua en su portal, define a la crisis como un “cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”. Aunque también se plantean significados relacionados con la intensificación de los síntomas de la enfermedad o con una situación mala o difícil, vale la pena retomar la primera definición para trascender lo que culturalmente nos han enseñado en torno a las crisis.

Es claro que no hay que desconocer que las crisis duelen, que generan malestar y que implican ajustes importantes en la existencia. Sin embargo, no han de ser entendidas como devastadoras sino como algo que permite caminar en nuevas direcciones y desde allí, construir alternativas diferentes; ello dependerá de la manera en la cual cada persona asuma su propia realidad y de los lentes con los cuales vea la vida diaria.

Amartya Sen, premio Nobel de Economía plantea que las posibilidades de desarrollo de los individuos no están ligadas necesariamente a sus condiciones de riqueza, salud o de equilibrio; tienen que ver con la capacidad de hacerse “titular” del desarrollo propio y con la posibilidad de asumirse como responsable de la vida. Ello permite sobrellevar la crisis de una manera diferente a la que culturalmente se enseña,  y comenzar a mover la realidad. Tal como en un partido de fútbol, ponerse la camiseta y jugar como titular, es una excelente vía para enfrentar los momentos críticos.

 

Un cambio de mirada.

 

Repetidas veces en el bus, con los amigos, en las reuniones familiares o en muchos otros espacios, se escuchan frases como “una golondrina no hace verano”, “una gota clara en un vaso de agua turbia no transforma nada”, “para qué cambiar si todo sigue igual” y muchas otras que dan cuenta de una mirada pesimista y oscura frente a la realidad. Vivimos inmersos en un discurso individual y social que prioriza lo que no funciona, lo enfermo, lo desadaptado, lo anormal y lo difícil, y pasa a un segundo plano el pensar en alternativas para transformar el sufrimiento y para ir más allá de aquello que molesta o que dificulta la existencia. Cambiar la mirada no implica vivir en un cuento de hadas o hacer de cuenta que nada ocurre; implica tener en cuenta que a pesar de las situaciones críticas en el orden individual o en el orden colectivo, hay algo que se puede hacer y que ello, es responsabilidad de cada uno de nosotros. Nadie puede vivir nuestra vida y somos nosotros los encargados de hacerla o más compleja o más llevadera, incluso, por encima de los momentos y situaciones críticas que se nos presenten.

La vida cotidiana por sí misma trae malestares y dificultades y ello parece inherente a nuestra existencia. Desde que nacemos tenemos que enfrentarnos a situaciones que nos incomodan y ello es parte de la complejidad de la vida y se convierte en una de las grandes riquezas de la condición humana. Pasar del equilibrio al desequilibrio y viceversa, hace más interesante la realidad cotidiana y son esos retos los que nos permiten seguir caminando. Lo que no es propio de la vida ni es inherente a la misma, es el sufrimiento. Esta es una opción y depende de la mirada que tengamos de la realidad. Las crisis generan malestar y eso es ineludible, pero no tienen necesariamente que generar sufrimiento.

“Lo que no es propio de la vida ni es inherente a la misma, es el sufrimiento. “

Valdría la pena revisar en la vida propia, cuál es nuestro modo de ver las situaciones críticas, cómo entendemos y asumimos el malestar y qué tanto de sufrimiento construimos frente a la realidad. Aunque las situaciones cotidianas sean difíciles y aunque haya muchas cosas que se salgan de nuestro control, no se hace necesario ubicarse en la posición de incompetencia ni de incapacidad; incluso las más grandes dificultades pueden trascenderse y aquello de “nos comió la crisis” puede relativizarse. Es una tarea compleja pero posible y es un reto que puede impactar tanto la vida personal como la realidad social.

Juan Diego Tobón L.


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