En sus marcas, listos y fuera

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En una conversación con mis amigos hace algunas semanas, uno de los temas que apareció entre chiste y chiste fue el de “vivir a las carreras”. Parecemos, dijo uno de ellos, el conejito de un comercial de baterías que jamás descansa. Otro, que nos vemos como si tuviéramos un serio problema estomacal y con un “corre corre” que no se quita ni en los fines de semana. Y así fueron surgiendo metáforas, unas más chistosas que otras, algunas crueles y otras crudamente ciertas.

“Conozco en mi oficina a una persona que no es capaz de dormir más de cuatro horas diarias, que le cuesta sacar vacaciones y que es capaz de realizar al mismo tiempo muchas tareas”, contó como anécdota uno de ellos. El resto de nosotros dio ejemplos y mencionó situaciones de la vida cotidiana que se parecen bastante a lo que él relataba. Entre risas, caras de sorpresa y asombro terminó la conversación y cada uno se fue para su casa.

Esa noche me quedé pensando en ese tema y me puse a revisar mi vida en las últimas décadas. No fue para nada sorpresa verme a las carreras desde hace muchos años y sobre todo evidenciar esto de manera aún más fuerte en mi vida profesional. De aquí para allá y de allá para acá, ha sido la forma en la cual asumí esa parte de mi vida, lo cual de forma inevitable, tiene efectos en las otras dimensiones de la realidad.

Eso no solo me ocurre a mí y no tiene que ver exclusivamente con la actividad laboral; es parte de la forma en la cual hemos asumido la vida contemporánea y reflejo de lo que es la sociedad en la cual estamos inmersos. Caminamos rápido, comemos rápido, hablamos rápido, trabajamos con rapidez, nos movemos de afán y vivimos a las carreras. Pareciera que la vida no nos da tregua y la única alternativa que tenemos para hacerle frente es la rapidez y la velocidad.

Correr, correr y correr

El ritmo de vida de las ciudades se ha vuelto frenético y hemos pasado de entornos relativamente calmados que hacían pausa al medio día y que terminaban la jornada temprano en la noche, a territorios activos 24 horas al día y siete días a la semana. Esto ha tenido ventajas y ha permitido activar ciertas facetas del desarrollo, pero también ha implicado dificultades para la vida de las personas y de los grupos humanos.

Vivir a las carreras tiene efectos en nuestra salud y puede llegar a ser catastrófico en la vida personal y colectiva. El estrés incrementado y mantenido, las múltiples tareas que han de realizarse de manera simultánea y las largas jornadas de actividad, se transforman en enfermedades silenciosas que van cobrando los excesos en los cuales nos hemos vinculado.

Hay un dicho popular que dice que “de las carreras no queda sino el cansancio”. Hoy comenzamos la jornada desde antes de las cinco de la mañana y pasamos más de doce horas en nuestro lugar de trabajo. Volvemos a casa a seguir realizando otras tareas y todo ello normalmente a las carreras y de afán. Así se nos pasan las semanas, los meses y los años y esto se naturaliza y se convierte en lo normal de nuestras vidas.

No es al azar que en las últimas décadas se hayan incrementado las enfermedades del corazón, así como las situaciones incapacitantes ligadas al estrés y a los accidentes de tránsito, muchos de ellos debido a la imprudencia de conductores y peatones a quienes uno o dos minutos se les convierte en una eternidad que no están dispuestos a tolerar.

Tomársela con calma

Bajar el ritmo no es dejar de hacer cosas. Es tomarse el tiempo para disfrutar lo que se está haciendo y ser capaz de detenerse cuando la vida comienza a desbordarse. En la actualidad hay personas a las cuales les cuesta tener vacaciones porque no saben qué hacer con el tiempo que queda disponible y en el cual no tienen qué correr. Hemos aprendido a vivir de afán de tal manera, que detenernos no parece una posibilidad.

Desde hace algunos años se ha gestado un movimiento llamado “slow down” (bajar la velocidad o ir lento) que pone el acento en disminuir el ritmo en la vida personal y en los entornos en los cuales se vive. Esta propuesta busca hacer consciente la velocidad en la cual manejamos nuestra existencia y en poder disfrutar de cada momento de nuestras vidas.

Más allá de pensar en disminuir el riesgo de enfermarnos, de accidentarnos mientras se conduce o mientras se camina, de bajar los niveles de estrés y de ansiedad, o de controlar la agresividad que produce vivir a las carreras, ir lento permite que nos conectemos en el presente con lo que hacemos, que convivamos de manera más armónica y que desde allí, construyamos entornos y realidades vitales que favorezcan nuestro bienestar.

Tomarse un café con alguien sin tener que mirar el reloj, sentarse en una banca a ver la gente pasar, mirar un rato el horizonte y disfrutar la puesta del sol, descansar plácidamente unos minutos al lado de la persona que se ama y permitirse un momento de conexión con el propio cuerpo, con la respiración y con el entorno, podrían ser alternativas no tan utópicas si comenzamos a transformar nuestras maneras de habitar el mundo.

La vida es suficientemente corta como para estar inmóviles, pero a la vez suficientemente larga como para disfrutar de los momentos que existen entre su inicio y su final. La decisión de ir a un ritmo acelerado pero no desenfrenado, de poder detenerse cuando el frenesí se impone y de hacer muchas cosas pero mantener el disfrute, es un asunto personal. No estamos condenados a vivir corriendo ni estamos sujetos a pasar la vida como si no fuera nuestra. Podemos tomar la decisión de seguir haciendo y seguir corriendo, pero sin desbocarnos de manera irrefrenable.

La invitación es a hacer consciente el ritmo en el cual vivimos, bajar la velocidad para disfrutar la existencia y buscar ayuda cuando el malestar y el sufrimiento de este estilo de vida, desborde la capacidad de respuesta personal. Podemos dejar de correr y podemos disminuir el afán diario para desde allí, vivir de otra manera.

 

Columna publicada en la edición impresa del Periódico Gente el 18 de octubre de 2018


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