Perdonar no es olvidar, pero…

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¡Qué vaina difícil es el perdón!

Por más que en el discurso religioso y social se identifique como un valor deseable y como una práctica que favorece la vida en común, cuando se trata de ponerlo en práctica nos vemos en aprietos. Es fácil decirle a otro que perdone, pero cuando quien tiene que perdonar algo que ha implicado un daño es uno, el asunto cambia de color.

Perdonar no es algo innato sino que es algo que se aprende y por ello de entrada, implica dificultades. No todo lo que se aprende se adquiere, no todo lo que se aprende toma sentido y no todo lo que se aprende se pone en práctica.

En mi vida personal difícilmente puedo decir que guardo rencor a algo o a alguien de manera permanenente. Así a veces me demore semanas, meses o años, puedo resolver hasta donde mi capacidad consciente me lo permite, aquello que me genera dificultad y que me carga emocionalmente con otros. Sin embargo, eso me ha implicado lucha, control emocional y proceso. No todo lo he perdonado fácil, ni todo lo que he perdonado lo he olvidado. El perdón es una cosa berraca, pero es posible.

Cuando se toma la decisión de perdonar (sí, es una decisión personal que no puede obligarse así a  veces se presione) habremos de movernos hacia ello. Y moverse implica poner el recuerdo de aquello que duele en un lugar parecido al olvido. No creo que cuando perdonamos, olvidamos (realmente eso no es posible), pero sí creo que nos ponemos en la tarea, a veces larga y pausada, de resolver la carga emocional que nos vincula con esa persona o con esa situación que hemos representado y vivido como un daño.

Por último y con la intención de dejar esta publicación en punta (este siempre será un tema con mil alternativas de interpretación y de análisis), más difícil que perdonar a otros es perdonarse a uno mismo. Como decían los abuelos: ahí les dejo ese trompo en esa uña a ver como lo mantienen sin que se les caiga


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