Vigilar

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Me pasó hace años, cuando el alto de Las Palmas era un corredor estrecho con un parador de carretera en la cima. Había un cartel fijado a una malla, al otro lado de la calle. Era claro, legible… y amenazante: si usted no es de la zona, siéntase vigilado, decía. Claro, los sospechosos siempre son los demás. Y olvidamos que somos los demás de los demás, canta Cortez.

Supongo que se confunden los conceptos. “La vigilancia no tiene que ver con la seguridad, tiene que ver con el poder”, le respondía hace un par de años Edward Snowden a un periódico español.

Y aquí llenaron la ciudad con cámaras. Hay 2.763 desperdigadas por ahí, en una calle sí, en otra también. Es un Argos insomne, siempre atento, registrando placas, rostros, calles, transeúntes. ¡Sonría usted, que está siendo grabado!

Y hablan de eso como un gran logro. Es el gusto por perseguir, como si la vida fuera un viejo episodio de Silvestre y Piolín; no se trata de evitar el golpe, sino de devolverlo, y si es más fuerte, mejor.

Hubo alivio entre algunos al saber que era cámaras para cazar fleteros, no carros en pico y placa. A mí, en cambio, me inquietan tantos lentes, quizá porque me molesta que la desconfianza sea la regla. Lo pienso cada vez que un celador, a la salida de un almacén, me pide la tirilla para verificar que no llevo entre las bolsas de la compra nada más de lo que está allí registrado. Culpable hasta que se demuestre lo contrario.

Supongo, también, que son cosas que pasan cuando ganan los que regalan miedo para vender luego rejas, alarmas, sirenas, cámaras. Recuerdo aquel letrero que me hizo sentir ajeno en mi propia ciudad. Sé que estoy vigilado, pero no me siento protegido.


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