Adoptado

adoptado

Es la segunda vez que cuento con la fortuna de ser adoptado, un autor adoptado, para ser preciso. En la marea de lanzamientos, conferencias, presentaciones, charlas y demás asuntos que componen la Fiesta del Libro de Medellín, ocurre un asunto repleto de emoción: pasa que algunos autores nos adoptan en algún colegio. Nos leen los estudiantes —unos por gusto, otros porque les toca, supongo—, pero nos leen. Y luego nos invitan.

Dice Arturo Pérez Reverte que cuando publica un libro, este deja de ser su problema y se convierte en un asunto de los lectores. “Pudo ser así” dejó de ser el mío hace un tiempo, pero este año fue el problema de los estudiantes institución educativa Normal Superior de Medellín.

Allá fui. Había un cartel de bienvenida en la fachada del edificio, en el segundo piso, con las letras grandes para que las pudiera leer hasta un miope como yo. Había carteleras pegadas en las paredes con reflexiones sobre cada cuento, había reproducciones de las ilustraciones del libro.

En una cancha pintada sobre el pavimento jugaban un partido de fútbol, un poco más allá se paseaba un torero con capote y por ahí daba pequeños saltos y lanzaba golpes un boxeador. Eran Peque, López y el Narizón, era Yiyo, era Gutiérrez… Eran personajes que se habían escapado de sus páginas.

Había emoción, preguntas por resolver, felicidad. Y estoy hablando de mí, de lo que siento cuando voy a esos encuentros, del encanto de saber que esas letras encontraron ojos que los leyeran.

Puede ser que en la Fiesta del Libro, cuando crearon Adopta un Autor, estuvieran pensando en los estudiantes, en acercarlos a la literatura, en permitirles conocer autores, saciar su curiosidad (o despertarla, mejor). Pero se me ocurre, también, que quienes más disfrutan ese momento son los escritores.


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