El restaurante favorito de los intelectuales en Medellín

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En todas las grandes ciudades del mundo hay espacios donde se reúnen bohemios, actores de teatro, escritores, poetas, hippies de chequera, profesores de literatura y filosofía, en fin, toda clase de personajes calificados como intelectuales, que buscan sitios tranquilos, rodeados de silencio, arte y ambientes a media luz, propicios para la conversación, un buen café o un brandy saboreado.

El más famoso de estos sitios en América es el Café Tortoni, de Buenos Aires, donde se mantenían Borges, Gardel y Alfonsina Storni. En Colombia fue célebre la Cueva barranquillera, donde se encontraban todas las tardes Obregón, Vargas Cantillo, Álvaro Cepeda, Alfonso Fuenmayor, Juan B. Fernández, Escalona y nada menos que García Márquez.

Medellín, sorprendente por su crecimiento, no podía ser ajeno a estos lugares tan particulares. Y claro, ahí lo encontré, a media cuadra del Parque del Periodista, no faltaba más, adonde fui invitado por 2 compañeros nerds del San Ignacio, expertos en Kant, Proust y Jung, de gafas gruesas, barba blanca y boina vasca.

Uno deja de ver los amigos del colegio 20 años y parece que no hubiera pasado ni un día, al menos en el cariño y la complicidad, porque nos delatan la ausencia de pelo y la barriga prominente.

Descubrir El Acontista fue una sorpresa formidable, y no porque yo pertenezca a esa especie en extinción de intelectuales de tinto y buena charla, sino por ver cómo cada día maduramos en la oferta culinaria.

El Acontista está en una bella casa vieja del centro —de esas pocas que se han resistido a convertirse en torres feas de ladrillo en obra negra—, con bellos pisos, ventanas y puertas antiguas, decoración sobria y tranquila, perfecta para comer rico y dedicarse al bello arte de la buena charla.

En el segundo piso, como dios manda, se encuentra una librería formidable, llena de joyas literarias de esas que no se ven en todas partes, complemento perfecto a la música de Ornette Coleman, John Coltrane, Charlie Parker, Nina Simone, Louis Armstrong, Duke Ellington, Miles Davis y Dizzy Gillespie, nombres que recitaron mis amigos de memoria para exaltar esa especie de templo sagrado del jazz donde ven llegar la vejez con calma y calorías, como debe ser.

Y si la música, los libros y el ambiente merecen pegarse el viaje hasta el centro, la comida y oferta de bebidas no se quedan atrás. Su carta bastante ecléctica tiene cosas ricas como los tomates marinados con queso y aceitunas, la cazuela de tomates gratinada y el sánduche árabe, pero sin duda lo mejor son sus pastas, clásicas muy bien preparadas, y sus pizzas perfectas para una tarde memorable con buena lata y mejor charla.

Nos llamaron la atención los cafés con nombres en inglés, un poco extraños en un ambiente tan purista e intelectual, pero que resultaron tan ricos como toda le experiencia.

“Yo señor, soy acontista. Mi profesión es hacer disparos al aire, todavía no habré descendido la primera nube. Más la delicia está en curvar el arco y suponer la flecha donde la clava el ojo”. León de Greiff.

Por Efraín Azafrán
efrainazafran@gente.com


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